“Misericordia quiero y no sacrificio”
(Mt 9,13).
Las obras de misericordia
en el camino jubilar
1. María,
icono de una Iglesia que evangeliza
porque es evangelizada
En la Bula de convocación del Jubileo
invité a que “la Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor
intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la
misericordia de Dios” (Misericordiae vultus, 17). Con la invitación a
escuchar la Palabra de Dios y a participar en la iniciativa “24 horas para el
Señor” quise hacer hincapié en la primacía de la escucha orante de la Palabra,
especialmente de la palabra profética. La misericordia de Dios, en efecto, es
un anuncio al mundo: pero cada cristiano está llamado a experimentar en primera
persona ese anuncio. Por eso, en el tiempo de la Cuaresma enviaré a los
Misioneros de la Misericordia, a fin de que sean para todos un signo
concreto de la cercanía y del perdón de Dios.
María, después de haber acogido la Buena
Noticia que le dirige el arcángel Gabriel,
canta proféticamente en el Magnificat la misericordia con la que Dios la
ha elegido. La Virgen de Nazaret, prometida con José, se convierte así en el
icono perfecto de la Iglesia que evangeliza, porque fue y sigue siendo
evangelizada por obra del Espíritu Santo, que hizo fecundo su vientre virginal.
En la tradición profética, en su etimología, la misericordia está estrechamente
vinculada, precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una bondad
generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones
conyugales y parentales.
2. La
alianza de Dios con los hombres:
una historia de misericordia
una historia de misericordia
El misterio de la misericordia divina se
revela a lo largo de la historia de la alianza entre Dios y su pueblo
Israel. Dios, en efecto, se muestra siempre rico en misericordia,
dispuesto a derramar en su pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una
compasión visceral, especialmente en los momentos más dramáticos, cuando la
infidelidad rompe el vínculo del Pacto y es preciso ratificar la alianza de
modo más estable en la justicia y la verdad. Aquí estamos frente a un auténtico
drama de amor, en el cual Dios desempeña el papel de padre y de marido
traicionado, mientras que Israel el de hijo/hija y el de esposa infiel. Son justamente
las imágenes familiares —como en el caso de Oseas (cf. Os 1-2)— las
que expresan hasta qué punto Dios desea unirse a su pueblo.
Este drama de amor alcanza su culmen en el
Hijo hecho hombre. En él Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto
que hace de él la “Misericordia encarnada” (Misericordiae vultus,
8). En efecto, como hombre, Jesús de Nazaret es hijo de Israel a todos
los efectos. Y lo es hasta tal punto que encarna la escucha perfecta de
Dios que el Shemà requiere a todo judío, y que todavía hoy es el corazón
de la alianza de Dios con Israel: “Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios,
el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,4-5). El Hijo de Dios es el
Esposo que hace cualquier cosa por ganarse el amor de su Esposa, con quien está
unido con un amor incondicional, que se hace visible en las nupcias eternas con
ella.
Es éste el corazón
del kerygma apostólico, en el cual la misericordia divina ocupa un
lugar central y fundamental. Es “la belleza del amor salvífico de Dios
manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (Exh. ap. Evangelii
gaudium, 36), el primer anuncio que “siempre hay que volver a escuchar de
diversas maneras y siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a
lo largo de la catequesis” (ibíd., 164). La Misericordia entonces
“expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior
posibilidad para examinarse, convertirse y creer” (Misericordiae vultus,
21), restableciendo de ese modo la relación con él. Y, en Jesús crucificado,
Dios quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más extrema, justamente
allí donde se perdió y se alejó de Él. Y esto lo hace con la esperanza de poder
así, finalmente, enternecer el corazón endurecido de su Esposa.
3. Las
obras de misericordia
La misericordia de Dios transforma el
corazón del hombre haciéndole experimentar un amor fiel, y lo hace a su vez
capaz de misericordia. Es siempre un milagro el que la misericordia divina se
irradie en la vida de cada uno de nosotros, impulsándonos a amar al prójimo y
animándonos a vivir lo que la tradición de la Iglesia llama las obras
de misericordia corporales y espirituales. Ellas nos recuerdan que nuestra
fe se traduce en gestos concretos y cotidianos, destinados a ayudar a nuestro
prójimo en el cuerpo y en el espíritu, y sobre los que seremos juzgados:
nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo.
Por eso, expresé mi deseo de que “el
pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia
corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia,
muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más
en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la
misericordia divina” (ibíd., 15). En el pobre, en efecto, la carne de Cristo
“se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado,
desnutrido, en fuga… para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo
asistamos con cuidado” (ibíd.). Misterio inaudito y escandaloso la continuación
en la historia del sufrimiento del Cordero Inocente, zarza ardiente de amor
gratuito ante el cual, como Moisés, sólo podemos quitarnos las sandalias
(cf. Ex 3,5); más aún cuando el pobre es el hermano o la hermana en
Cristo que sufren a causa de su fe.
Ante este amor fuerte como la muerte
(cf. Ct 8,6), el pobre más miserable es quien no acepta
reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más pobre de los
pobres. Esto es así porque es esclavo del pecado, que lo empuja a utilizar
la riqueza y el poder no para servir a Dios y a los demás, sino parar sofocar
dentro de sí la íntima convicción de que tampoco él es más que un pobre
mendigo. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor
puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento. Llega hasta tal punto que ni
siquiera ve al pobre Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa
(cf. Lc 16,20-21), y que es figura de Cristo que en los pobres
mendiga nuestra conversión. Lázaro es la posibilidad de conversión que
Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Y este ofuscamiento va acompañado de
un soberbio delirio de omnipotencia, en el cual resuena siniestramente el
demoníaco “seréis como Dios” (Gn 3,5) que es la raíz de todo pecado.
Ese delirio también puede asumir
formas sociales y políticas, como han mostrado los totalitarismos del siglo XX,
y como muestran hoy las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia,
que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a una
masa para utilizar. Y actualmente también pueden mostrarlo las estructuras de
pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo, basado en la idolatría del
dinero, como consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se
vuelven indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas,
negándose incluso a mirarlos.
La Cuaresma de este Año Jubilar, pues, es
para todos un tiempo favorable para salir por fin de nuestra alienación
existencial gracias a la escucha de la Palabra y
a las obras de misericordia. Mediante las corporales tocamos la carne de Cristo
en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos, alojados,
visitados, mientras que las espirituales tocan más directamente nuestra
condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar. Por
tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las espirituales.
Precisamente tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador
podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo. A
través de este camino también los “soberbios”, los “poderosos” y los
“ricos”, de los que habla el Magnificat, tienen la posibilidad de darse cuenta
de que son inmerecidamente amados por Cristo crucificado, muerto y
resucitado por ellos.
Sólo en este amor está la respuesta a la
sed de felicidad y de amor infinitos que el hombre —engañándose— cree poder
colmar con los ídolos del saber, del poder y del poseer. Sin embargo, siempre
queda el peligro de que, a causa de un cerrarse cada vez más herméticamente
a Cristo, que en el pobre sigue llamando a la puerta de su corazón, los
soberbios, los ricos y los poderosos acaben por condenarse a sí mismos a caer
en el eterno abismo de soledad que es el infierno. He aquí, pues, que
resuenan de nuevo para ellos, al igual que para todos nosotros, las lacerantes
palabras de Abrahán: “Tienen a Moisés y los Profetas; que los escuchen”
(Lc 16,29). Esta escucha activa nos preparará del mejor modo posible para
celebrar la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte del Esposo ya
resucitado, que desea purificar a su Esposa prometida, a la espera de su
venida.
No perdamos este tiempo de Cuaresma
favorable para la conversión. Lo pedimos por la intercesión materna de la
Virgen María, que fue la primera que, frente a la grandeza de la misericordia
divina que recibió gratuitamente, confesó su propia pequeñez
(cf. Lc 1,48), reconociéndose como la humilde esclava del Señor
(cf. Lc 1,38).
Francisco
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